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1 Libro = 1 Euro ~ Save The Children

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Charles Darwin quotation

Ignorance more frequently begets confidence than does knowledge: it is those who know little, and not those who know much, who so positively assert that this or that problem will never be solved by science

Jean-Baptiste Colbert quotation

L'art de l'imposition consiste à plumer l'oie pour obtenir le plus possible de plumes avec le moins possible de cris

Somebody quotation

El miedo es la via perfecta hacia el lado oscuro. El miedo lleva a Windows, Windows a la desesperacion, esta al odio hacia Bill Gates y ese odio lleva a LINUX

Vares Velles

Vares Velles
Al Tall

Això és Espanya (vara seguidilla) per Al Tall

dijous, 17 de juliol del 2008

El mantenimiento de la paz. Frederick Pohl (III)

3



En las rampas situadas en el exterior de Farmingdale, el coronel Commaigne ordenó por el micrófono:

-¡Korowitz! Cúbrame y esté atento a los proyectiles dirigidos. Su misión es proporcionar la adecuada cobertura a todo el destacamento. Bonfils, usted cubra la carretera. Atraiga sobre sí el fuego cuando comiencen a salir los camiones, y retírese seguidamente. Goodpastor, usted proteja los equipos de demolición. Gershenow, es usted nuestra reserva. Observen con atención. Saldrán en cualquier momento.

Desconectó el micrófono y contempló fijamente, cubierta la frente de sudor, las rampas de salida.ç

Bill Cossett se agitó inquieto en su asiento, y miró el rifle que tenía entre las manos. Era un modelo simplificado y corriente, diseñado de acuerdo a las propias especificaciones de Jack Tighe, y lo único que tenía que recordar era que, al apretar el gatillo, el arma se disparaba. Pero los rifles no eran algo que formara parte de la vida de Cossett. Se sorprendió a sí mismo pensando en lo agradable que resultaría encontarse de nuevo en Rantoul. Pero recordó los montones, hileras y calles llenas de Buicks sin vender...

Detrás de su coche semiblindado, los otros cuatro vehículos que componían el destacamento estaban situados en posición. Aquella rampa era una de las dieciocho que conducían al interior de la Fábrica Electro-Mecánica Nacional. A lo largo del prolongado declive y a intervalos regulares, cuidadosamente exactos, grandes camiones de transporte, como remolques gigantescos y muy bien armados, cruzaban las pesadas puertas de acero iridizado, salían al aire libre y emprendían la marcha a lo largo de las autopistas de todo el país. Ningún conductor humano guiaba estos vehículos. Sus órdenes de ruta y descarga estaban impresos en los circuitos por medio de los computadores electrónicos situados en el interior de las fábricas. Cada uno de ellos tenía un destino distinto, donde iban consignados los cargamentos de coladores y de hierros para fabricar barquillos que transportaban, y cada vehículo contaba, así mismo, con los medios para llegar hasta el lugar designado.

Bill Cossett tosió ligeramente:

-Oiga, coronel, ¿por qué no nos limitamos a disparar sobre ellos a medida que van haciendo su aparición?

-Porque responderían a nuestros disparos –contestó el coronel Commaigne.

-Sí, pero tal vez nosotros pudiéramos hacer uso de la misma táctica. Armas automáticas. Dejar que la lucha se librara entre nuestros cañones robots y esos malditos camiones. Entonces...

-Señor Cossett –repuso fatigadamente el coronel-. Me complace ver que usted piensa. Pero, créame, todos nosotros hemos tenido ya esa clase de ideas y proyectos –con un movimiento de mano le invitó a lanzar una ojeada a los lugares de acceso a la rampa-. Mire esas carreteras. ¿No le parece a usted que ya ha habido bastante lucha por aquí cerca?

Cossett miró donde le indicaba, y se sintió empequeñecido. No había la menor duda... Todas las carreteras en un kilómetro a la redonda, presentaban señales de haber estado bloqueadas en alguna ocasión. Se veían restos de trincheras, trampas, fosos, campos minados. Estas, al parecer, habían sido las medidas más elementales –y evidentes- que se habían tomado en principio, en los momentos de pánico inicial. Pero los camiones orugas y los tanques habían sido más sutiles que todo ello. Habían rellenado las trincheras, habían hecho estallar las minas, estéril e ineficazmente, con las hileras de cadenas que, arrastradas por pesados vehículos blindados, habían martilleado sin cesar las carreteras que se extendían ahora antes su vista.

-Tuvimos que poner fin a esto –afirmó el coronel- porque dejó de ser seguro el vivir en estas proximidades. Las fábrica, naturalmente, contraatacaban. Cuanto más duros éramos con ellas, más ingeniosas eran en sus contraataques y... ¡Estaciones atentas! –gritó, de súbito, accionando torpemente los mandos de su micrófono de campaña. ¡Ahí salen!

La achicharrada puerta exterior chirrió al abrirse, lentamente, de par en par. Apareció un vehículo monstruoso, asomándose con precaución.

Carente de cerebro –cerebro orgánico, al menos, y provisto únicamente de un complejo de cobre, tungsteno y vidrio-, el carro blindado resultaba casi humano en sus movimientos de búsqueda y localización de posibles enemigos ocultos; oteando los alrededores y buscando con el radar el lugar donde se ocultaban sus enemigos... Las fábricas aprendían; y los vehículos hacían lo mismo. Sabían. No existían circuitos en sus intelectos electrónicos para detenerse y preguntar el porqué de las cosas, pero su trabajo consistía en efectuar la entrega de las mercancías que les estaban asignadas, y una de las tareas complementarias que les estaban encomendadas era la de proceder a la limpieza de todos los posibles obstáculos.

-¡Sigan al blanco sin hacer fuego! –gritó el obstáculo llamado coronel Commaigne.

En silencio, sus armas buscaron los lugares más vulnerables de los vehículos; los ejes y las conexiones de remolque de los pesados camiones. Pero en cada uno de los tanques atacantes los artilleros se mantuvieron en tensión, asidos a los mecanismos de disparo de sus respectivos cañones. Los camiones salían vacilantes, batiendo las carreteras con las antenas detectoras, girando las torres para escudriñar el terreno a su alrededor. Eran ocho en total. De pronto el coronel gritó:

-¡Fuego! –y comenzó la batalla.

Bonfils, carretera abajo, saltó corriendo desde su escondite, y haciendo grandes regates consiguió volar los primeros camiones. No hubo la menor confusión, ni vacilación, mientras los camiones se reagrupaban y respondían al atgaque; pero Bonfils tampoco había perdido el tiempo, y estuvo fuera de su alcance en cuestión de segundos.

Korowitz añadió el fuego de sus proyectiles al de los primeros cohetes defensivos de los camiones. Gershenow consiguió alcanzar a dos de los camiones cuando efectuaban un movimiento de flanco para situarse en mejor posición de fuego. Fue una pequeña batalla magnífica.

Pero esto no era nada más que una maniobra de entretenimiento.

-Adelante los equipos de demolición! –aulló el coronel, y Goodpastor, seguido de su equipo de técnicos en voladuras, se lanzó a la carrera al borde mismo de la rampa. Las máquinas controladoras tenían muchos circuitos para dirigir simultáneamente diversas actividades; pero el número de estas no era infinito. Tenían muy buenas razones para esperar que con la batalla activa que tenía lugar en la carretera, los guardianes principales de la fábrica no estarían en condiciones de repeler un ataque en la entrada.

Commaigne se ciñó el barboquejo de su casco una vez colocada la mascarilla de gases y anunció con voz pastosa, a través de la goma y el plástico de la máscara:

-Los próximos somos nosotros.

Bill Cossett asintió, humedeciéndose los resecos labios, al tiempo que se calaba el casco, en tanto que el vehículo que les transportaba daba un pequeño rodeo para evitar la batalla y se dirigía hacia la rampa. Antes que ellos llegaran, los equipos de demolición habían volado ya la primera serie de puertas. Se vieron envueltos en nubes de humo grisáceo, mientras los hombres del equipo de demolición atacaban la segunda puerta, preparando las cargas que habrían de hacerlas saltar, veinte metros más allá.

-Ahora –dijo el coronel Commaigne, deteniendo el vehículo y abriendo la puertecilla-: ¡Tenga cuidado! –le avisó, al tiempo que saltaba al exterior para dirigir el avance de sus hombres, pero tal advertencia era innecesaria. Si todos fueran como él, pensó Bill Cossett, de verdad que iban a ser muy precavidos, sí señor.

Marcharon pisando los talones a los del equipo de demolición, que comenzaba a penetrar en el interior de la fábrica automática.

Allí todo era ruido; ruido y calor; estaba oscuro, si se exceptuaban las luces que utilizaba el equipo de demolición y las que llevaban ellos mismos. Las puertas voladas, pendientes todavía de alguno de sus goznes, oscilaban chirriando como si intentaran cerrarse de nuevo, conscientes de que alguien las estaba franqueando sin que ellas pudieran evitarlo y lo lamentasen.

Alguien gritó:

-¡Cuidado! –y, ¡cataplum!, una lengua de butano líquido regó el acceso a la rampa, incendiándolo a continuación. Todo el mundo se puso a cubierto, dejándose caer a tiempo al suelo. El olor a algodón quemado y un grito del coronel Commaigne demostró lo cerca que había estado de perecer asado.

Uno de los hombres gritó:

-¡Está sobre nosotros! ¡Protéjanse!

Pero ya todos, naturalmente, habían hecho cuanto pudieron por esconderse lo mejor posible, no conociendo exactamente lo que podría constituir una buena protección en un lugar que las máquinas-cerebrales habían tenido más de una decena de años para estudiar y conocer al dedillo. Una de las ametralladoras de 37 milímetros, accionada electrónicamente y seguidora de blancos, inquirió el espectro infrarrojo producido por el calor del cuerpo humano; lo descubrió, apuntó y comenzó a disparar.

“Voy, voy, voy”, parecían decir las balas, y menos mal que junto a las puertas voladas había algunos puntos muertos a los que no llegaban los proyectiles y el grupo de asaltantes se refugió allí.

-¿Todo el mundo a salvo? –preguntó el coronel Commaigne, sin atreverse a asomar la cabeza.

No hubo ninguna respuesta, lo cual lo mismo podía significar que, en efecto, todos estaban a salvo... o que habían muerto todos, lo que les evitaba la obligación de tener que contestar, en absoluto.

Ensordecido, sudoroso y temblándole los dientes dentro de la mascarilla antigás, Bill Cossett encontraba difícil la elemental operación de producir saliva y deseó fervientemente haber mantenido la boca cerrada, allá en Rantoul. ¡Vaya una comisión la que le había caddo en suerte!

Las botas de combate del coronel Commaigne le golpearon en la boca del estómago cuando una ametralladora del calibre 30 abrió fuego contra ellos, disparando por ráfagas de veinte tiros, a cuarenta metros de distancia, 270 grados acimut; dos grados a través... disparó una nueva ráfaga, en fuego cruzado; nueva corrección de tiro, nueva ráfaga, y así, al parecer, interminablemente. Estaba en pleno campo de tiro.

¡Nos han perdido! –manifestó satisfecho el coronel Commaigne.

El fluctuante cerebro electrónico situado en el interior de la fábrica los había perdido de vista –acaso hasta había pensado que había acabado con todos ellos- y simplemente se dedicaba a poner punto final, valiéndose de un último proceso de esterilización en su cuarto de desinfección, al modo peculiar y característico de una máquina.

Pero Bill Cossett no era capaz de leer este estimulante mensaje en el fuego de la ametralladora. No tenía la menor idea de lo que quería decir el coronel Commaigne; todo lo que era capaz de decir consistía en afirmar que la rampa de acceso se vio repentinamente iluminada por una rápida ráfaga de balas trazadoras, y qu el olor de la pólvora de las balas al ser rechazadas por las puertas y las rocas bastaba para ensordecerle. Por no mencionar el hecho de que, con todos aquellos trozos de metal volando por todas partes, era muy posible que alguna persona pudiera lastimarse.

Sin embargo, el coronel Commaigne estaba dispuesto para asestar su golpe bajo que sorprendiera al enemigo. Se incorporó ligeramente apoyándose sobre uno de sus codos, y, con cautela, miró hacia la parte del túnel en donde los del equipo de demolición preparaban una carga mayor de lo normal.

-¿Preparados? –preguntó.

Una de las acurrucadas figuras alzó una mano.

-¡Entonces, fuego! –gritó, y los hombres del equipo de demolición lanzaron hacia delante el explosivo.

Buumm. Una esquina de la pared que sujetaba aún un trozo de la puerta dinamitada se desplomó con estrépito.

Bill Cossett contempló fijamente la escena. Descendiendo por el declive, a sus espaldas, avanzaba una máquina trepidante y amenazadora. ¿Amiga o enemiga? Pero el coronel Commaigne le hacía señas de que avanzara. Era de ellos, menos mal, pero se trataba de un modelo que nunca había visto antes; nunca había visto nada igual, seguro.

Lo cual no era nada sorprendente.

Solamente Dios sabe de qué recursos incalculables se valió el Pentágono para hacerse con una excavadora Winnie. La historia comenzaba mucho tiempo atrás; en los tiempos de Winston Churchill –sí, ¡todo ese tiempo!-, cuando éste estaba en guerra con Hitler, y el británico decidió que lo que se precisaba era una excavadora de trincheras de enormes proporciones. Tan grande, soñó, lo suficientemente grande como para haber cambiado la suerte de las batallas de Flandes o en Soissons, de haber contado con ella.

Y así fue como se diseñó la excavadora Winnie, capaz de excavar un túnel en poco tiempo y casi tan grande como un navío de guerra. Bien, puede que en otros tiempos y en oras guerras hubiera podido cambiar el curso no ya de una batalla, sino de toda una guerra. Pero, después de esa guerra, ¿qué guerra hubo en la que se utilizaran otra vez las trincheras?

Se conoce que todavía andaba rodando por ahí la máquina, y el Coronel Commaigne pudo hacerse con ella para llevar a cabo su plan de asalto a las hasta entonces inexpugnables, fábricas. Seguía haciéndole señas de que avanzara, penetrando en la brecha que los hombres del equipo de demolición habían hecho en los blindajes de acceso al túnel. Se puso en posición para llevar a cabo la excavación lateral. El plan era excavar un túnel, que así con seguridad acabaría por llevarles al interior de la aborrecida instalación industrial. Los hombres corrieron buscando la protección de la máquina, y Bill Cossett corrió detrás del coronel, sin creer apenas lo que veían sus ojos. ¡Resultaba todo tan sencillo! A su espalda el fuego disminuyó. Allí no había ametralladoras -¿cómo podría haberlas? Estaban a salvo.

De pronto...

-¡Uf! –exclamó sorprendido el coronel Commaigne, al tocar inadvertidamente las parees del túnel, ya que estaba abrasando. Entonces guiñó un ojo a Cossett, ensombrecida la cara por los constantes movimientos e las lámparas que oscilaban en sus cascos-. Me había asustado por unos instantes –aclaró-. Pero no sucede nada. Debe de ser el calor que se origina por la fricción de las palas de la excavadora, ¿comprende? Pero...

Se detuvo pensativo.

Y hacía muy bien en pensar las cosas. Porque se había equivocado. La mera fricción no podía originar todo aquel calor. Ni podía ser la fusión atómica la que calentaba la pared. ¡Vaya, Churchill no había contado con la fusión atómica para jugar con ella allá en 1940, cuando la excavadora Winnie había sido construida!

-¡Corran! –gritó el coronel Commaigne-. ¡Y vosotros, los de ahí dentro! ¡Salid cuanto antes de ese maldito chisme!

La tripulación de la excavadora vaciló tan solamente unos instantes, luego saltaron y abandonaron a tiempo la máquina.

Porque el calor era producto de la energía atómica, de acuerdo, pero eran átomos que se desintegraban obedeciendo las órdenes del computador que dirigía la fábrica. Los sismógrafos habían detectado las vibraciones producidas por las palas de la gran excavadora; entones habían enviado topos metálicos subterráneos con cargas explosivas, una especie de torpedos terretres. Cuando abandonaban el extremo del nuevo túnel a toda prisa, los topos hacían su aparición al otro, localizaron la excavadora e hicieron explosión.

Escaparon rampa arriba hasta alcanzar sus vehículos blindados con el tiempo justo.

Y ese fue el final del Ataque Número Uno. Si hubiera habido un árbitro que presenciara lo sucedido y se viera obligado a dictaminar sobre el resultado de este encuentro, no me importa asegurar que, con estricta imparcialidad, se habría visto obligado a conceder la victoria del encuentro a las máquinas sobre los seres humanos. Fue, además, una victoria relativamente fácil, sin discusión; y todos los miembros del destacamento rumiaban esto en su camino de regreso hasta el pentágono.