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1 Libro = 1 Euro ~ Save The Children

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Charles Darwin quotation

Ignorance more frequently begets confidence than does knowledge: it is those who know little, and not those who know much, who so positively assert that this or that problem will never be solved by science

Jean-Baptiste Colbert quotation

L'art de l'imposition consiste à plumer l'oie pour obtenir le plus possible de plumes avec le moins possible de cris

Somebody quotation

El miedo es la via perfecta hacia el lado oscuro. El miedo lleva a Windows, Windows a la desesperacion, esta al odio hacia Bill Gates y ese odio lleva a LINUX

Vares Velles

Vares Velles
Al Tall

Això és Espanya (vara seguidilla) per Al Tall

dissabte, 19 de juliol del 2008

El mantenimiento de la paz. Frederick Pohl (V)

5


Era un momento de verdadera prueba para todos ellos, pueden asegurarlo. Pero se trataba de gente muy valerosa.

El coronel Commaigne dejó que le embadurnaran de arriba abajo sin un pestañeo de sus acerados ojos, ni un temblor de su férrea mandíbula.

Bill Cossett intentó recordar deseperadamente lo mal que iban las cosas allá en Rantoul: “Sí, sí –musitaba para sí-, mucho peor aún que todo esto.”

En cuanto a Marlene Groshawk, bien, no se podía deducir gran cosa de su expresión. Pero, más tarde, en sus memorias, escribió que lo que en realidad le preocupaba en aquellos momentos, y por lo que sentía verdadera ansiedad, era tan solamente una cosa. ¿Cómo conseguiré desprenderme luego de toda esta suciedad?

Los zapadores habían excavado un pequeño agujero en un lecho de pardusco carbón de hulla:

-¡Chis! –advirtió el capitán Margate, llevándose un dedo a los labios-. ¡Escuchen!

En el subsiguiente silencio, les fue posible percibir un distante chomp, chomp, como si se tratara de un lejano gusano de proporciones descomunales que intentara abrirse camino a través de espesos blindajes.

-La fábrica –murmuró el capitán-. Les dejaremos ahora. Manténganse tan inmóviles como les sea posible. Aquí tienen agua y unos bocadillos... No sé el tiempo que tendrán que esperar.

Y el capitán y los zapadores se retiraron en silencio, reptando por el túnel recién excavado.

Segundos después se produjo una ligera explosión que hundió el acceso de entrada al túnel en donde se ocultaban, bloqueando la salida. El capitán les había avisado de que sería necesaria esa medida porque... “No deseamos que los de la fábrica sospechen, ¿comprendido?”. Pero para los enterrados en el agujero aquel polvillo de carbón que cayó sobre ellos fue como la primera paletada de tierra que cae sobre un hombre enterrado vivo en un ataúd. Exactamente lo mismo.

Pasó el tiempo.

Se comieron los bocadillos y se bebieron el agua.

Pasó el tiempo.

Comenzaron a sentir hambre otra vez, pero allí no había nada más que comer, ni otra cosa que hacer, a no ser esperar, esperar, esperar. Ni siquiera les era dado desechar por completo el plan, porque ya no había forma de volverse atrás. El remoto chomp, chomp parecía aproximarse, pero la oscuridad hacía aumentar la tensión de la espera; el forzado silencio comenzaba a crisparles los nervios; y el hedor sulfúrico del carbón de escasa graduación proporcionó a Bill Cossett un dolor de cabeza lacerante.

Y, de pronto...

Chomp, chomp. Y un repiqueteo, Bang. Algo pareció abrirse paso entre la masa de carbón que les rodeaba con el centelleo de una viva luz violeta. Unas grandes tenazas dentadas de acero inoxidable, de cinco metros de longitud, abrieron un gran agujero en la pared, jadeando, trepidando y rugiendo.

-Ocúltese –murmuró el coronel en el oído de la muchacha, y, volviéndose a Bill Cossett, le ordenó-: ¡Apártese de las tenazas! –a pesar de que era innecesario el murmurar, ya que el ruido reinante lo hacía totalmente inútil. Se hicieron a un lado, esquivando las grandes tenazas dentadas que arrancaron de cuajo gran parte del suelo que, hasta entonces, habían estado pisando. Al efectuar la operación de retirada de las tenazas cargadas de carbón, que pasaba a depositar en una gran cadena sin fin de conducción que estaba acoplada a la excavadora, el coronel gritó-: ¡Salten! –y los tres fueron a descender sobre la correa que transportaba el carbón hacia el interior de la fábrica, tumbándose sobre un duro, irregular y trepidante lecho de trozos de carbón de todos los tamaños.

Permanecieron quietos allí, sin atreverse casi a respirar, temiendo la inesperada presencia de quién sabe qué ingenio auditivo o visual que pudiera emplear la fábrica para detectar la presencia de algo extraño entre la masa de carbón. Pero de existir alguno, no fueron interceptados y su plan siguió adelante. A la marcha ininterrumpida de la correa sin fin los tres fueron atraídos al interior de la caverna de la planta principal de la Electro-Mecánica Nacional. Así de sencillo resultó todo.

El penetrar en el interior no había podido ser más sencillo. Pero esto, naturalmente, no era más que el principio.


* * * * * * * * * *


Cuando la Electro-Mecánica Nacional instaló su fábrica en el subsuelo de Farmingdale, la UERMWA, Local 606, había desgarrado el viejo contrato y empleó a sus mejores soñadores para idear uno nuevo.

Temperatura: promedio anual, 20º -rezaba la cláusula número 14ª-. No menos de un metro cúbico de aire fresco, puro y filtrado por trabajador, por minuto –decía el párrafo 9º- Luces para ser controladas a discreción por cada obrero –afirmaba la Sección XII.

Era trabajo subterráneo, de acuerdo, pero el lugar no dejaba de contar con verdaderas comodidades. Vaya, como que hasta estas habían llegado a ser causa de perturbaciones, y hasta de problemas serios, cuando uno de cada diez obreros rehusaban regresar al hogar, ni a dormir siquiera, especialmente cuando la temporada de la fiebre del heno.

Pero todo esto sucedió antes que la automatización ocupara el lugar.

Ahora, las cosas no eran tan confortables, desde luego que no, al menos desde el punto de vista humano. A las máquinas puede ser que les encantara, pero...

Bien; para empezar, las luces ya no eran las agradables luces sin destellos, fluorescentes, que el Local 606 había tenido en su imaginación. ¿Por qué habrían de serlo? Los ojos humanos disfrutaban con el espectro visible, pero las máquinas ven por medio de células fotoeléctricas, y las fotocélulas ven lo mismo los rayos rojos que hasta los rayos infrarrojos..., que son mucho más económicos de generar y producen una mayor duración de vida de los filamentos, más satisfactoria. En consecuencia, la Electro-Mecánica Nacional estaba entonces iluminada por un resplandor ocre verdaderamente horrible.

El aire..., bueno, esto es para reírse. Cualquiera que fuera la cantidad de aire que el departamento de obreros humanos dejó tras de sí, estaba todavía allí, porque las máquinas no necesitan respirar. Y en cuanto a la temperatura... la había para todos los gustos. En el extremo final de las galerías hacía un frío espantoso, mientras que en las cercanías de los hornos era sofocante.

¡Y el ruido!

Los tres invasores, semiencorvados, respiraban con dificultad, medio ensordecidos, en tanto que eran trasladados en la correa sin fin encargada de transportar el carbón. Bill Cossett contempló fugazmente el rojo sangriento del resplandor de una serie interminable de enormes esferas de acero inoxidable. Se preguntó qué serían, y al desviar de ellas la mirada apenas si tuvo tiempo de saltar de la correa sin fin al mismo tiempo que gritaba a los otros:

-¡Salten!

Los otros dos obedecieron con la misma precisión que los trozos de carbón que viajaban en la correa sin fin, juntamente con ellos; saltaron, con un enorme rugido, y envueltos en una nube de polvo, a un gran elevador.

Estaban empapados de sudor. El carbón estaba destinado a ser polimerizado en los grandes hornos de acero que Cossett había estado contemplando. La fábrica, naturalmente, no se había preocupado de hacer desaparecer el exceso de calor por medio de ventiladores ni respiraderos. ¿Por qué habría de hacerlo? Pero no era solo el calor lo que les producía el sudor que les empapaba de pies a cabeza; podía oír cómo el carbón era machacado hasta convertirse en fino polvillo que absorbían grandes aspiradores... De haber permanecido en la correa sin fin...

Salieron de aquel lugar, cogidos entre sí de las manos, para conservarse unidos, andando a tropezones en la horrible semioscuridad.

-¡Cuidado! –gritó el coronel al oído de Cossett, y este se lanzó al suelo de bruces antes que algo grande y rutilante pasara silbando por el mismo lugar que ocupara él mismo hacía un instante.

Esta era, después de todo, una fábrica de aplicaciones para la industria, y Cossett no podía dejar de pensar que una fábrica, del tipo que fuera, no dejaría de tener ciertas características similares. Las naves, por ejemplo, entre las máquinas.

Pero las fábricas subterráneas no necesitaban de nave alguna. La mayor parte del tráfico de una fábrica consiste en los cambios de turnos, en las idas y venidas de los obreros y obreras a los lavabos a las fuentes de agua fresca. Ninguno de estos fenómenos se producían en las fábricas automáticas. Por ello, la mente-maquinizada había suprimido las naves; había abolido los pasillos. Lanzaba carretes y bobinas en los lugares que era más conveniente, no para un hombre, sino para una máquina. El movimiento de piezas terminadas o de repuestos se realizaba por medio de troles aéreos.

Cuando Cosset pestañeaba, sorprendido, después de que uno de estos troles suspendidos casi le deja sin cabeza, pudo percibir una sombra fugaz con el rabillo del ojo.

-¡Cuidado! –gritó, y asió a Marlene por el cuello, resbaladizo por el sudor, cuando una gran viga pasó sobre ella.

Los tres se lanzaron al suelo de cabeza.

Se levantaron del desigual terreno, jadeantes y jurando..., exceptuando a Marlene, claro. Ella era demasiado educada para jurar; toda una señora; es decir, en ese sentido. Pero fue ella quien dijo:

-Deberíamos llevar a cabo cuanto antes el trabajo que nos ha traído aquí y largarnos de este condenado lugar.

Se miraron entre sí, un patético trío, embadurnados de grasa y hollín. Estaban perdidos en unas catacumbas sombrías y estrepitosas. Estaban desarmados, e inválidos frente a una poderosa fábrica llena de máquinas ingeniosas y de armas terribles.

-Esto ha sido una locura desde el principio –se lamentó Cossett-. Nunca saldremos vivos de aquí.

-Nunca –asintió el coronel, por vez primera desanimado.

-Nunca –rezongó Marlene, y se detuvo, frunciendo los labios, enfurruñada, en las tinieblas-. Nunca, a menos que consigamos que nos vomiten –añadió.

-Quiere decir a menos que nos expulsen, ¿no? –la corrigió Cossett.

Marlene denegó con la cabeza:

-He querido decir a menos que nos vomiten, o que nos devuelvan, si así lo prefiere –añadió, de manera más refinada-. Como cuando se tiene malestar de estómago o se padece un envenenamiento.

Los dos hombres se miraron entre sí.

-El lugar, en cierto modo, puede decirse que come -manifestó Cossett.

-Es un error mostrarse ahora teleológicos –observó Commaigne.

-Pero es cierto que come.

-Pensemos –respondió autoritario el coronel Commaigne, cayendo nuevamente de bruces para evitar que le golpeara un nuevo trole que pasó zumbando por encima de su cabeza-: Supongamos –expuso a los otros- que volamos la correa transportadora y esos hornos de acero que hemos visto antes. Esto, sin duda, entorpecerá el funcionamiento de la fábrica a la vez que interferirá la logística de los aparatos electrónicos de mando y dirección, ¿de acuerdo? No cabe duda de que tratarán de averiguar lo que ha sucedido y acabarán por descubrir, presumámoslo así, que ciertos elementos extraños –es decir, nosotros- han encontrado la manera de introducirse en el interior de sus defensas, valiéndose de los instrumentos de recepción de las materias primas. Bien; entonces, ¿qué sucederá? ¿Qué otro remedio les quedará a no ser cerrar esos receptores e materiales? Y una vez que esto suceda, quedarán cortados los suministros de todo aquello que precisan para continuar la fabricación. En consecuencia, podemos dar por establecido el hecho, al menos provisionalmente, de que quedarán incapacitados para... ¿qué?

Bill Cossett, gritándole desde debajo de una mesa de taller en donde se había buscado un refugio, repitió:

-He preguntado que si sabe usted dónde se ha metido Marlene.

El coronel se puso de rodillas. La muchacha había desaparecido. En la semioscuridad, resonante y calurosa, se movían extrañas sombras, pero ningua de ellas parecía pertenecer a la muchacha. Se había ido y el coronel descubrió algo más que había desaparecido juntamente con ella: la mochila con los explosivos.

-¡Marlene! –gritaron simultáneamente los dos hombres.

Y aunque había solo una probabilidad entre mil, la muchacha apareció junto a ellos.

-¿Dónde ha estado? –le preguntó el coronel-. ¿Qué ha estado haciendo?

La muchacha los contempló durante unos segundos.

-Creo que será mejor que nos quitemos de en medio lo antes posible –respondió finalmente-. Me llevé las bombas. Creo que voy a hacerle pasar un buen dolor de estómago a esta maldita fábrica.

No se habrían alejado una docena de metros cuando hizo explosión la primera de las pequeñas bombas, con el estallido de un cohete de artificio y el resplandor amarillo del sodio; pero bastó para causar la destrucción de casi cien metros de correa transmisora, que saltó como una serpiente cortada en dos.

Y entonces comenzó la verdadera diversión...


* * * * * * * * * *


Menos de una hora después de encontraban de nuevo en la superficie, contemplando cómo cincuenta vaharadas de humo escapaban por otros tantos ventiladores disimulados que se extendían por la planicie, en las afueras de Farmingdale.

Jack Tighe se mostró encantado:

-¡Lo consiguieron! –rió alegremente-. ¡Y han conseguido escapar!

-¡Nos ha echado a patadas! –corrigió el coronel, que no cabía en sí de gozo-. Todo lo que podemos afirmar es que la fábrica ha cerrado por completo la operación de recepción de materias primas. Arrojó afuera lo que quedaba del carbón que transportaba la correa destruida... incluyéndonos a nosotros. Créame, ¡tuvimos que darnos prisa para saltar a tiempo e impedir de este modo que sufriéramos daño alguno! Entonces fue como si colocara un gran tapón en el túnel de conducción y, al tiempo de escapar, pude darme cuenta de que una gran máquina comenzaba a recubrir de un espeso blindaje la parte externa del tapón.

Jack Tighe daba alaridos de alegría:

-¡La hemos burlado! Les diré lo que vamos a hacer –añadió, repentinamente-, vamos a proporcionarle un buen dolor de estómago. Coloquen una cuantas bombas más en los lechos carboníferos para asegurarnos...

Y así lo hicieron, a pesar de que no parecía muy necesario; la fábrica cavernícola se había replegado hacia su interior por completo. Nunca más hizo el menor esfuerzo para tratar de obtener nuevas materias primas.

En los días sucesivos, mientras los hombres de Tighe empleaban la misma táctica fábrica tras fábrica, por toda la faz del continente –y siempre con el mismo resultado-, los guardias armados que vigilaban el exterior de la Fábrica Electro-Mecánica Nacional tuvieron muy poco que hacer. Y no es que la fábrica estuviera completamente paralizada, no. Dos veces durante el primer día y en contadas ocasiones en los días que siguieron, algún camión salía furtivamente por las rampas. Pero era un único camión, en lugar de veintenas de ellos; y aún este salía parcialmente cargado. Un blanco fácil para los guardas que esperaban su aparición.

Era la victoria.

No había la menor duda.

Jack Tighe decretó que se celebrara un día de júbilo nacional.

1 comentari:

Nekane ha dit...

Cuanto durará???????.
ME TIENES PILLADA, DE ESTE RELATO, ME IMAGINO LOS TRES....