Crec que és un gènere literari que, com els altres, d'altra banda, conté una quantitat immensa de mala literatura, però també, el seu deu cent de bona.
Frederick Pohl és conegut entre els aficionats per una saga de vàries novel·les "la saga Heeche" que inicia amb Gateway (traduïda aquí com a Pórtico) i per la seua ironia a l'hora de tractar els problemes del consumisme.
Del llibre de contes "The man who ate the world" publicat en 1960, en la traducció feta per Manuel G. Volpini, inclosa dins del llibre de la editorial Aguilar: "Frederik Pohl. Ciencia Ficción Norteamericana. Obras escogidas. Volumen III" he triat dos contes "Los brujos del Recodo de Pung" y "El mantenimiento de la paz", molt característics del seu estil i que realment formen una sola història.
Recordeu només la data de publicació, 1960, en plena guerra freda, i la nacionalitat de l'escriptor, EEUU. Uns Estats Units que acabaven de sortir de la caça de bruixes i que encetaven el consumisme salvatge com a recepta contra el comunisme.
Aniré postejant-los per capítols, tot esperant que gaudiu de la seva ironia, molt a prop del sarcasme.
LOS BRUJOS DEL RECODO DE PUNG
Frederik Pohl
Del llibre "El Devorador del Món"(The man who ate the World) traduït de l'anglès al castellà per a Editorial Aguilar per Manuel G. Volpini.
1
Así es como sucedieron las cosas en los viejos tiempos. Presten ahora atención, porque no voy a repetirme yo mismo.
En primer lugar estaba aquel viejo. Un brujo. Su nombre era Coglan y llegó hasta el Recodo de Pung en un sólido automóvil de plomo. Mediría más de dos metros de estatura. Llamó mucho la atención.
¿Por qué? Vaya, porque nadie había visto nunca un coche como aquel. No era corriente. Así es como era el Recodo de Pung en los viejos tiempos, un pequeño lugar en medio del desierto, al que nunca llegaba nadie. Ni siquiera los aviones surcaban el espacio aéreo, al menos durante mucho tiempo; pero sí habían volado algunos aeroplanos justamente antes que apareciera el viejo Coglan. Puso a la gente nerviosa.
El viejo Coglan tenía los ojos chispeantes, de un negro intenso, y unos andares sueltos y flexibles. Salió del automóvil y cerró la portezuela de golpe. El portazo no sonó cling como la puerta de un Volkswagen, ni tampoco hizo Craig como la de un Buick. Sonó exactamente así: Gump. Sonaba a algo pesado, lo que nada tiene de particular, ya que, como he dicho, el coche era de plomo.
-¡Muchacho! -gritó, deteniéndose delante de la puerta de la Posada de Pung-. ¡Sal a coger mis maletas!
Charley Frink era el chico de la posada en aquella época, sí, el Senador. Naturalmente, entonces tenía tan solo quince años. Salió a recoger las maletas de Coglan y se vio obligado a realizar cuatro viajes. Había mucho espacio en la parte posterior de aquel automóvil de neumáticos de camión y cristales blindados, y todo aquel espacio estaba ocupado por el equipaje.
En tanto que Charley introducía las maletas en la posada, Coglan se dedicó a pasear, arriba y abajo, la calle Principal. Guiñó un ojo a la señora Churchwood y miró con descaro a la señorita Kathy Flint. Saludó a los muchachos que se encontraban frente a la peluquería. No cabe duda de que se trataba de todo un carácter, haciéndose sentir como en su casa, en un lugar como ese.
Ante el almacén de comestibles de Andy Grammis, Andy echó hacia atrás su silla. Apartó los pies para que su perro amarillo pudiera cruzar la puerta y salir a la calle.
-Parece un tipo simpático- comentó con Jack Tighe. (Sí, ese Jack Tighe.)
Jack Tighe estaba en pie bajo el tejadillo de la puerta y frunció el ceño. Sabía más que ninguno de cuantos le rodeaban, pero todavía no era tiempo ni momento adecuados para hablar.
-No nos visitan demasiados forasteros- fue su único comentario.
Andy se encogió de hombros, reclinándose en su silla. Hacía calor bajo el sol.
-¿Bah!-exclamó-. Puede que nos conviniera que llegaran más, Jack. La ciudad acabará por dormirse-, bostezó soñoliento.
Y Jack Tighe le dejó en aquel mismo momento; le dejó y marchó calle abajo, en dirección a su casa, porque sabía lo que sabía.
De todos modos, Coglan no los había oído. Aunque, de haberlo hecho, no le hubiera importado en absoluto. Una de las cosas que demostraban el gran talento del viejo Coglan era que no se preocupaba demasiado de lo que la gente decía de él y puede que por ello mismo la gente acababa por apreciarle. No podría haber llegado a ser lo que era sin esta condición.
Penetró en la posada de Pung.
-¡Habitaciones, muchacho! –su voz atronó el vestíbulo-. ¡Las mejores! Un lugar en el que pueda sentirme cómodo, realmente cómodo y confortable.
-Sí, señor... señor...
-¡Coglan, muchacho! Edsel T. Coglan. Un nombre orgulloso se lo mire como se lo mire. Yo estoy orgulloso de llevarlo.
-Sí, señor Coglan. En seguida. Veamos, un momento –comenzó a revisar las habitaciones de que disponía a pesar de que sabía de sobra que, exceptuando las ocasiones en las que se alojaban allí los Willmans o cuando el señor Carpenter regañaba con su esposa, no había ningún otro huésped. Claro que lo sabía. Curvó los labios en amable sonrisa y manifestó:
-¡Ah, bien! Tenemos desocupada la suite nupcial, señor Coglan. Estoy seguro de que la encontrará a su gusto, señor. ¡Claro que cuesta ocho con cincuenta diariamente, señor!
-¡La cámara nupcial entonces, muchacho!
Coglan puso la caperuza a su estilográfica con la precisión de un golpe de esgrimidor. Sonrió como un hermoso y viejo tigre de Bengala que, además de una blanca dentadura, tuviera las melenas blancas y cortadas a cepillo.
Y en cierto modo, había algo que hacía sonreir en todo aquello, ¿no es cierto? La cámara nupcial. Eso era divertido.
Raramente había habido alguien que ocupara la cámara nupcial en la Posada de Pung, a menos, naturalmente, que hubiera tenido una novia. Pero bastaba con mirar a Coglan para saber que él estaba muy lejos de disponerse a contraer matrimonio..., muy lejos y en la dirección opuesta. A pesar de su elevada estatura, a pesar de sus ojos chispeantes y a pesar de sus rectas espaldas se veía claramente que se encontraba en el lugar más opuesto al matrimonio que se pueda imaginar. Tenía, por lo menos, ochenta años, lo que se podía ver en su piel rugosa y en los nudosos dedos de sus manos.
El empleado silbó para llamar a Charley Fink.
-Encantado de tenerle entre nosotros, señor Coglan –saludó cortésmente-. Charley le subirá las maletas a las habitaciones. ¿Estará mucho tiempo entre nosotros?
Coglan rió estrepitosamente. Era la risa de un hombre tranquilo y confiado.
-Sí –respondió-. Mucho tiempo.
¿Y qué es lo que hizo Coglan cuando se quedó solo en la cámara nupcial?
Bien, en primer lugar pagó al empleado con un billete de diez dólares. Esto sorprendió a Charley Frink, de acuerdo. No estaba acostumbrado a esta clase de propinas. Salió y Coglan cerró cuidadosamente la puerta detrás de él, demostrando estar del mejor de los humores.
Coglan se sentía feliz.
Miró a su alrededor, sonriendo con sonrisa lobuna. Inspeccionó el cuarto de baño, con su ducha fija, y recubierto todo él de azulejos blancos y porcelanas.
-¡Delicioso! –exclamó. Se divirtió encendiendo y apagando la luz eléctrica una y otra vez-, ¡Delicioso! –murmuro-. ¡Y tan manejables...! En el gabinete de la suite, la luz principal estaba instalada en una araña central de seis brazos, del mejor cristal tallado de los Grandes Lagos. Faltaban dos de los colgantes.
-Completamente ridículo –rió, divertido, el viejo señor Coglan-; pero muy agradable, sí señor, muy agradable. Y muy acogedor.
Naturalmente, ustedes ya saben lo que estaba pensando. Pensaba en las granes cavernas y en las máquinas enormes. Pensaba en los diseñadores de proyectos fantásticos, en las funtes de recursos naturales a cubierto de todo posible bombardeo, en los filones inagotables de materias primas y en las conducciones subterráneas distribuidoras de energía y carburantes indetectables... Pero me estoy anticipando demasiado. Todo esto forma parte de otro lugar de mi historia. No ha llegado todavía el momento de hablar de ello. Así que no pregunten.
De todos modos, después de que el viejo Coglan hubo lanzado una buena ojeada a su alrededor, abrió una de sus maletas.
Se sentó frente a la mesa escritorio.
Sacó un paquete de Kleenex de su bolsillo y, con expresión de fastidio, recogió, valiéndose del pañuelo de papel, el secante que cubría la mesa y lanzó ambas cosas al suelo.
Alzó la maleta hasta colocarla sobre la superficie desnuda de la mesa y la apoyó, abierta, contra la pared.
¡Nunca vieron ustedes una maleta semejante! Parecía como si se tratara de un aparato electrónico de alta precisión. Lo juro. La parte posterior del mismo era un panel de ebonita lleno de conmutadores e interruptores incrustados allí. Brillaba como el jaspe. Tenía una pantalla catódica; una antena; un micrófono y altavoces. Y muchas cosas más. ¿Qué cómo sé yo todo esto? Pues, sencillamente, porque puede leerse en un libro que se titula Mis dieciocho años en la posada de Pung, escrito por el senador C. T. Frink. Porque Charley se encontraba en la habitación inmediata, donde había una cerradura cuyo agujero constituía un excelente atisbadero.
A continuación sonó un ligero y remoto zumbido por los altavoces, y la pantalla catódica, después de un ligero fluctuar luminoso, quedó brillantemente iluminada.
-Coglan al habla –tronó la voz del hombre alto-. Información. Deseo hablar con V. P. Maffity.
En primer lugar estaba aquel viejo. Un brujo. Su nombre era Coglan y llegó hasta el Recodo de Pung en un sólido automóvil de plomo. Mediría más de dos metros de estatura. Llamó mucho la atención.
¿Por qué? Vaya, porque nadie había visto nunca un coche como aquel. No era corriente. Así es como era el Recodo de Pung en los viejos tiempos, un pequeño lugar en medio del desierto, al que nunca llegaba nadie. Ni siquiera los aviones surcaban el espacio aéreo, al menos durante mucho tiempo; pero sí habían volado algunos aeroplanos justamente antes que apareciera el viejo Coglan. Puso a la gente nerviosa.
El viejo Coglan tenía los ojos chispeantes, de un negro intenso, y unos andares sueltos y flexibles. Salió del automóvil y cerró la portezuela de golpe. El portazo no sonó cling como la puerta de un Volkswagen, ni tampoco hizo Craig como la de un Buick. Sonó exactamente así: Gump. Sonaba a algo pesado, lo que nada tiene de particular, ya que, como he dicho, el coche era de plomo.
-¡Muchacho! -gritó, deteniéndose delante de la puerta de la Posada de Pung-. ¡Sal a coger mis maletas!
Charley Frink era el chico de la posada en aquella época, sí, el Senador. Naturalmente, entonces tenía tan solo quince años. Salió a recoger las maletas de Coglan y se vio obligado a realizar cuatro viajes. Había mucho espacio en la parte posterior de aquel automóvil de neumáticos de camión y cristales blindados, y todo aquel espacio estaba ocupado por el equipaje.
En tanto que Charley introducía las maletas en la posada, Coglan se dedicó a pasear, arriba y abajo, la calle Principal. Guiñó un ojo a la señora Churchwood y miró con descaro a la señorita Kathy Flint. Saludó a los muchachos que se encontraban frente a la peluquería. No cabe duda de que se trataba de todo un carácter, haciéndose sentir como en su casa, en un lugar como ese.
Ante el almacén de comestibles de Andy Grammis, Andy echó hacia atrás su silla. Apartó los pies para que su perro amarillo pudiera cruzar la puerta y salir a la calle.
-Parece un tipo simpático- comentó con Jack Tighe. (Sí, ese Jack Tighe.)
Jack Tighe estaba en pie bajo el tejadillo de la puerta y frunció el ceño. Sabía más que ninguno de cuantos le rodeaban, pero todavía no era tiempo ni momento adecuados para hablar.
-No nos visitan demasiados forasteros- fue su único comentario.
Andy se encogió de hombros, reclinándose en su silla. Hacía calor bajo el sol.
-¿Bah!-exclamó-. Puede que nos conviniera que llegaran más, Jack. La ciudad acabará por dormirse-, bostezó soñoliento.
Y Jack Tighe le dejó en aquel mismo momento; le dejó y marchó calle abajo, en dirección a su casa, porque sabía lo que sabía.
De todos modos, Coglan no los había oído. Aunque, de haberlo hecho, no le hubiera importado en absoluto. Una de las cosas que demostraban el gran talento del viejo Coglan era que no se preocupaba demasiado de lo que la gente decía de él y puede que por ello mismo la gente acababa por apreciarle. No podría haber llegado a ser lo que era sin esta condición.
Penetró en la posada de Pung.
-¡Habitaciones, muchacho! –su voz atronó el vestíbulo-. ¡Las mejores! Un lugar en el que pueda sentirme cómodo, realmente cómodo y confortable.
-Sí, señor... señor...
-¡Coglan, muchacho! Edsel T. Coglan. Un nombre orgulloso se lo mire como se lo mire. Yo estoy orgulloso de llevarlo.
-Sí, señor Coglan. En seguida. Veamos, un momento –comenzó a revisar las habitaciones de que disponía a pesar de que sabía de sobra que, exceptuando las ocasiones en las que se alojaban allí los Willmans o cuando el señor Carpenter regañaba con su esposa, no había ningún otro huésped. Claro que lo sabía. Curvó los labios en amable sonrisa y manifestó:
-¡Ah, bien! Tenemos desocupada la suite nupcial, señor Coglan. Estoy seguro de que la encontrará a su gusto, señor. ¡Claro que cuesta ocho con cincuenta diariamente, señor!
-¡La cámara nupcial entonces, muchacho!
Coglan puso la caperuza a su estilográfica con la precisión de un golpe de esgrimidor. Sonrió como un hermoso y viejo tigre de Bengala que, además de una blanca dentadura, tuviera las melenas blancas y cortadas a cepillo.
Y en cierto modo, había algo que hacía sonreir en todo aquello, ¿no es cierto? La cámara nupcial. Eso era divertido.
Raramente había habido alguien que ocupara la cámara nupcial en la Posada de Pung, a menos, naturalmente, que hubiera tenido una novia. Pero bastaba con mirar a Coglan para saber que él estaba muy lejos de disponerse a contraer matrimonio..., muy lejos y en la dirección opuesta. A pesar de su elevada estatura, a pesar de sus ojos chispeantes y a pesar de sus rectas espaldas se veía claramente que se encontraba en el lugar más opuesto al matrimonio que se pueda imaginar. Tenía, por lo menos, ochenta años, lo que se podía ver en su piel rugosa y en los nudosos dedos de sus manos.
El empleado silbó para llamar a Charley Fink.
-Encantado de tenerle entre nosotros, señor Coglan –saludó cortésmente-. Charley le subirá las maletas a las habitaciones. ¿Estará mucho tiempo entre nosotros?
Coglan rió estrepitosamente. Era la risa de un hombre tranquilo y confiado.
-Sí –respondió-. Mucho tiempo.
¿Y qué es lo que hizo Coglan cuando se quedó solo en la cámara nupcial?
Bien, en primer lugar pagó al empleado con un billete de diez dólares. Esto sorprendió a Charley Frink, de acuerdo. No estaba acostumbrado a esta clase de propinas. Salió y Coglan cerró cuidadosamente la puerta detrás de él, demostrando estar del mejor de los humores.
Coglan se sentía feliz.
Miró a su alrededor, sonriendo con sonrisa lobuna. Inspeccionó el cuarto de baño, con su ducha fija, y recubierto todo él de azulejos blancos y porcelanas.
-¡Delicioso! –exclamó. Se divirtió encendiendo y apagando la luz eléctrica una y otra vez-, ¡Delicioso! –murmuro-. ¡Y tan manejables...! En el gabinete de la suite, la luz principal estaba instalada en una araña central de seis brazos, del mejor cristal tallado de los Grandes Lagos. Faltaban dos de los colgantes.
-Completamente ridículo –rió, divertido, el viejo señor Coglan-; pero muy agradable, sí señor, muy agradable. Y muy acogedor.
Naturalmente, ustedes ya saben lo que estaba pensando. Pensaba en las granes cavernas y en las máquinas enormes. Pensaba en los diseñadores de proyectos fantásticos, en las funtes de recursos naturales a cubierto de todo posible bombardeo, en los filones inagotables de materias primas y en las conducciones subterráneas distribuidoras de energía y carburantes indetectables... Pero me estoy anticipando demasiado. Todo esto forma parte de otro lugar de mi historia. No ha llegado todavía el momento de hablar de ello. Así que no pregunten.
De todos modos, después de que el viejo Coglan hubo lanzado una buena ojeada a su alrededor, abrió una de sus maletas.
Se sentó frente a la mesa escritorio.
Sacó un paquete de Kleenex de su bolsillo y, con expresión de fastidio, recogió, valiéndose del pañuelo de papel, el secante que cubría la mesa y lanzó ambas cosas al suelo.
Alzó la maleta hasta colocarla sobre la superficie desnuda de la mesa y la apoyó, abierta, contra la pared.
¡Nunca vieron ustedes una maleta semejante! Parecía como si se tratara de un aparato electrónico de alta precisión. Lo juro. La parte posterior del mismo era un panel de ebonita lleno de conmutadores e interruptores incrustados allí. Brillaba como el jaspe. Tenía una pantalla catódica; una antena; un micrófono y altavoces. Y muchas cosas más. ¿Qué cómo sé yo todo esto? Pues, sencillamente, porque puede leerse en un libro que se titula Mis dieciocho años en la posada de Pung, escrito por el senador C. T. Frink. Porque Charley se encontraba en la habitación inmediata, donde había una cerradura cuyo agujero constituía un excelente atisbadero.
A continuación sonó un ligero y remoto zumbido por los altavoces, y la pantalla catódica, después de un ligero fluctuar luminoso, quedó brillantemente iluminada.
-Coglan al habla –tronó la voz del hombre alto-. Información. Deseo hablar con V. P. Maffity.
1 comentari:
Hcaía atrás pero esto es un apasada,. como siempre.
BESITOS
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