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Ahora es preciso que les describa cómo era el Recodo de Pung en aquellos días.
Todo el mundo sabe cómo es en la actualidad, pero entonces era mucho más pequeño.
Muy pequeño. Estaba situado en las márgenes del río Delaware, como una señora vieja, y más bien gorda, que se sentara en el borde de un taburete alto.
El general John Estabrook –conocido familiarmente por el apodo de Johnnie Retiradas- invernó allí antes de la batalla de Monmouth y escribió, enojado, al general Washington: “No me es posible obtener aquí provisiones de ninguna clase, ya que los moradores de esta comarca son tan decididamente opuestos a nuestra Causa, que no me ha sido posible reclutar ni a un solo hombre, los cuales ni siquiera se acercan a nosotros.”
Durante la Guerra Civil tuvo lugar una escaramuza en la plaza principal del pueblo, cuando un coronel reclutador del Noveno Regimiento de Voluntarios Zuavos de Pennsylvania fue expulsado de la ciudad, resultando herido superficialmente en la cabeza el hijo del banquero más importante de la ciudad. (Se cayó del caballo. Estaba borracho.)
Claro que estas fueron guerras más bien pequeñas, ya saben. Dejaron diminutas cicatrices.
Pero el recodo de Pung se perdió todas las grandes guerras.
Por ejemplo, cuando comenzó la mayor de todas, ¡vaya!, el Recodo de Pung tuvo todas las oportunidades de verse aniquilado, pero se las perdió una a una.
La bomba de cobalto que asoló Nueva Jersey vio detenida su potencia radiactiva en las márgenes del Delaware, merced a un fuerte y persistente viento oriental.
La lluvia radiactiva que acabó con toda vida en Filadelfia pasó a 60 kilómetros, río arriba. Entonces, el reactor zumbador supersónico que extendía la lluvia fue derribado por un piloto suicida tripulando un anticuado modelo de reactor. (El recodo de Pung se salvó por estar situado apenas a dos kilómetros del lugar en que cesó de percibirse el efecto de tal lluvia.)
Las bombas atómicas que regaron el estado de Nueva York parecieron hacer un largo paréntesis que salvó al Recodo de Pung igualmente, ya que quedó en el mismo centro del paréntesis.
¿Comprenden ahora cómo pudo suceder? Nunca nos pusieron la mano encima. Pero después de la guerra nos vimos condenados al aislamiento.
No es que esto pueda considerarse una desgracia, ¿comprenden? No hace falta más que leer algún libro antiguo para darse cuenta. Hay mucho que hablar de cómo se sentía el Recodo de Pung por encontrarse aislado. Sus habitantes se sintieron genuinamente apenados por la guerra, y por las numerosas víctimas que esta ocasionara. (a pesar de que la ganamos. Para el otro bando todavía fue mucho peor.) Pero toda nube negra puede convertirse en beneficiosa lluvia providencial y todo eso... Y estar rodeados por todas partes por tierras asoladas y devastadas que nadie podía cruzar tuvo, así mismo, sus aspectos compensatorios.
El Recodo de Pung tenía asignado para su defensa una batería de proyectiles-cohete Nike, y estos derribaron a las dos primeras parejas de helicópteros que intentaron aterrizar en el lugar, porque creyeron que se trataba de aeronaves enemigas. Puede que lo creyeran así realmente. Pero cuando derribaron al quinto helicóptero ya no pensaban semejante cosa, puedo asegurarlo. Y entonces los aviones dejaron de volar por allí. En el exterior, supongo que tenían demasiadas cosas importantes en las cuales ocuparse. Dejaron de hacerlo por un lugar tan insignificante como el recodo de Pung.
Hasta que llegó el señor Coglan.
Todo el mundo sabe cómo es en la actualidad, pero entonces era mucho más pequeño.
Muy pequeño. Estaba situado en las márgenes del río Delaware, como una señora vieja, y más bien gorda, que se sentara en el borde de un taburete alto.
El general John Estabrook –conocido familiarmente por el apodo de Johnnie Retiradas- invernó allí antes de la batalla de Monmouth y escribió, enojado, al general Washington: “No me es posible obtener aquí provisiones de ninguna clase, ya que los moradores de esta comarca son tan decididamente opuestos a nuestra Causa, que no me ha sido posible reclutar ni a un solo hombre, los cuales ni siquiera se acercan a nosotros.”
Durante la Guerra Civil tuvo lugar una escaramuza en la plaza principal del pueblo, cuando un coronel reclutador del Noveno Regimiento de Voluntarios Zuavos de Pennsylvania fue expulsado de la ciudad, resultando herido superficialmente en la cabeza el hijo del banquero más importante de la ciudad. (Se cayó del caballo. Estaba borracho.)
Claro que estas fueron guerras más bien pequeñas, ya saben. Dejaron diminutas cicatrices.
Pero el recodo de Pung se perdió todas las grandes guerras.
Por ejemplo, cuando comenzó la mayor de todas, ¡vaya!, el Recodo de Pung tuvo todas las oportunidades de verse aniquilado, pero se las perdió una a una.
La bomba de cobalto que asoló Nueva Jersey vio detenida su potencia radiactiva en las márgenes del Delaware, merced a un fuerte y persistente viento oriental.
La lluvia radiactiva que acabó con toda vida en Filadelfia pasó a 60 kilómetros, río arriba. Entonces, el reactor zumbador supersónico que extendía la lluvia fue derribado por un piloto suicida tripulando un anticuado modelo de reactor. (El recodo de Pung se salvó por estar situado apenas a dos kilómetros del lugar en que cesó de percibirse el efecto de tal lluvia.)
Las bombas atómicas que regaron el estado de Nueva York parecieron hacer un largo paréntesis que salvó al Recodo de Pung igualmente, ya que quedó en el mismo centro del paréntesis.
¿Comprenden ahora cómo pudo suceder? Nunca nos pusieron la mano encima. Pero después de la guerra nos vimos condenados al aislamiento.
No es que esto pueda considerarse una desgracia, ¿comprenden? No hace falta más que leer algún libro antiguo para darse cuenta. Hay mucho que hablar de cómo se sentía el Recodo de Pung por encontrarse aislado. Sus habitantes se sintieron genuinamente apenados por la guerra, y por las numerosas víctimas que esta ocasionara. (a pesar de que la ganamos. Para el otro bando todavía fue mucho peor.) Pero toda nube negra puede convertirse en beneficiosa lluvia providencial y todo eso... Y estar rodeados por todas partes por tierras asoladas y devastadas que nadie podía cruzar tuvo, así mismo, sus aspectos compensatorios.
El Recodo de Pung tenía asignado para su defensa una batería de proyectiles-cohete Nike, y estos derribaron a las dos primeras parejas de helicópteros que intentaron aterrizar en el lugar, porque creyeron que se trataba de aeronaves enemigas. Puede que lo creyeran así realmente. Pero cuando derribaron al quinto helicóptero ya no pensaban semejante cosa, puedo asegurarlo. Y entonces los aviones dejaron de volar por allí. En el exterior, supongo que tenían demasiadas cosas importantes en las cuales ocuparse. Dejaron de hacerlo por un lugar tan insignificante como el recodo de Pung.
Hasta que llegó el señor Coglan.
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Una vez que Coglan consiguió establecer comunicación –porque eso era lo que contenía la gran maleta que había manipulado: un receptor transmisor televisivo- habló durante un rato. Charley tuvo una señal rojiza en la frente durante más de dos días de tanto apretarla contra el picaporte de la puerta, tratando de ver cuanto sucedía en la habitación vecina.
-¿El señor Maffity? –preguntó la voz estruendosa de Coglan, y en la pantalla apareció el rostro de una bella muchacha.
-Soy la secretaria del vicepresidente señor Maffity –respondió suavemente-. Veo, señor, que ha llegado usted sin novedad. Un momento, por favor, le atiende el señor Maffity.
La pantalla fluctuó y apareció un nuevo rostro en la misma; casi el duplicado gemelo del propio rostro de Coglan. Era la cara de un hombre mayor, decidido y osado, para el cual no parecían existir obstáculos; el rostro de un hombre que sabía lo que quería y lo conseguía a toda costa.
-¡Coglan, muchacho! ¡Encantando de verte allí ya!
-No ha sido un trabajo difícil, L. S. –respondió Coglan-. Me dispongo a comprobarlo todo, asegurando mi logística. Dinero. Esto va a necesitar un montón de dinero.
-¿No ha habido obstáculos?
-Ninguno, jefe. Puedo jurárselo. No va a haber el menor obstáculo -hizo un guiño y recogió una serie de cajitas metálicas de uno de los departamentos de la maleta. Abrió una de ellas y sacó un pequeño objeto en forma de disco, de plástico plateado y rojo-. Voy a utilizar esto ahora mismo.
-¿Y las reservas?
-Sin novedad, a pesar de que no he efectuado aún la necesaria comprobación. Pero los pilotos dijeron que habían lanzado la cosa tal y como estaba acordado. Sin encontrar la menor oposición desde tierra, ¿se da cuenta de lo que puede significar esto, jefe? Estos tipos acostumbraban derribar a todos los aviones que se les acercaban. Se están ablandando. Yo diría que están maduros.
-Estupendo, muchacho –respondió alborozadamente L. S. Maffity desde la pequeña pantalla catódica-. ¡Hazlo, Coglan, hazlo!
-¿El señor Maffity? –preguntó la voz estruendosa de Coglan, y en la pantalla apareció el rostro de una bella muchacha.
-Soy la secretaria del vicepresidente señor Maffity –respondió suavemente-. Veo, señor, que ha llegado usted sin novedad. Un momento, por favor, le atiende el señor Maffity.
La pantalla fluctuó y apareció un nuevo rostro en la misma; casi el duplicado gemelo del propio rostro de Coglan. Era la cara de un hombre mayor, decidido y osado, para el cual no parecían existir obstáculos; el rostro de un hombre que sabía lo que quería y lo conseguía a toda costa.
-¡Coglan, muchacho! ¡Encantando de verte allí ya!
-No ha sido un trabajo difícil, L. S. –respondió Coglan-. Me dispongo a comprobarlo todo, asegurando mi logística. Dinero. Esto va a necesitar un montón de dinero.
-¿No ha habido obstáculos?
-Ninguno, jefe. Puedo jurárselo. No va a haber el menor obstáculo -hizo un guiño y recogió una serie de cajitas metálicas de uno de los departamentos de la maleta. Abrió una de ellas y sacó un pequeño objeto en forma de disco, de plástico plateado y rojo-. Voy a utilizar esto ahora mismo.
-¿Y las reservas?
-Sin novedad, a pesar de que no he efectuado aún la necesaria comprobación. Pero los pilotos dijeron que habían lanzado la cosa tal y como estaba acordado. Sin encontrar la menor oposición desde tierra, ¿se da cuenta de lo que puede significar esto, jefe? Estos tipos acostumbraban derribar a todos los aviones que se les acercaban. Se están ablandando. Yo diría que están maduros.
-Estupendo, muchacho –respondió alborozadamente L. S. Maffity desde la pequeña pantalla catódica-. ¡Hazlo, Coglan, hazlo!
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Cuando el señor LaFarge vio entrar a Coglan en el Banco Nacional de Shawanganunk, supo que algo iba a suceder.
¿Qué cómo sé yo esto? ¡Vaya, porque también está en un libro! Presupuesto federal y cómo hice el balance: Un estudio de la dinámica del superávit, por el ministro de Hacienda (retirado) Wilbur Otis LaFarge. Casi todas las cosas se encuentran siempre en un libro u otro, todo es cuestión de saber dónde hay que buscarlas. Esto es algo que vosotros, los jóvenes, tenéis que aprender.
De todos modos, el señor LaFarge, que en aquella época era vicepresidente adjunto, nada más, saludó al viejo Coglan efusivamente. Era su forma de ser.
-¡Buenos días, señor! –dijo-. Buenos días. ¿En qué podemos servirle, señor?
-Ya lo encontraremos, descuide –prometió Coglan.
-¡Naturalmente, señor, naturalmente! –el señor LaFarge se frotó las manos- ¿Desea abrir una cuenta corriente, señor? Ciertamente. ¿Una libreta de ahorros? ¿Alquilar una caja de seguridad? ¡Seguro! ¿Es miembro del Club Navidad, supongo? ¿Le interesa un préstamo a corto plazo para adquirir un automóvil? ¿O prefiere efectuar alguna clase de inversión en bienes muebles con el fin de consolidar deudas y reducir...?
-No tengo deudas –respondió Coglan-. Oiga, ¿cuál es su nombre?
-LaFarge, señor Wilbur Otis LaFarge. Pero llámeme Will.
-Mire, Willie. Estas son mis referencias crediticias –y depositó un sobre de papel Manila sobre la mesa, frente al señor LaFarge.
El banquero examinó los papeles y frunció el ceño. Recogió uno de ellos.
-¿Una carta de crédito? –manifestó con algo de sorpresa en su voz-. Hace mucho tiempo que no veía una carta de crédito por aquí. Extendida en Danbury, Connecticut, ¿eh? –movió la cabeza con aire enfurruñado-. Todos los documentos están extendidos fuera de aquí, ¿no es eso?
-Es que yo no soy de aquí.
-Ya lo veo –LaFarge suspiró, añadiendo al cabo de un segundo –Bien, señor, no sé, no sé. En fin, ¿qué es lo que desea realmente?
-Lo que deseo es un cuarto de millón de dólares en metálico, Willie. Y lo más rápidamente posible. ¿De acuerdo?
El señor LaFarge pestañeó asombrado.
Ustedes no le conocieron, claro. Es anterior a su tiempo. No pueden imaginar fácilmente lo que una petición semejante podía causarle.
Cuando he dicho que pestañeó, quiero decir, hombre, que pestañeó. Volvió a pestañear y esto pareció calmarle algo. Por un momento, las venas de su frente parecieron querer estallarle; por un momento su boca se abrió como si fuera a decir algo. Pero la boca se cerró sin emitir palabra y las venas volvieron a la normalidad de siempre.
Porque, para que lo comprendan mejor, el viejo Coglan sacó de su bolsillo el objeto plateado y escarlata. Centelleó. Imprimió un movimiento giratorio al disco, seguido por un ligero apretón, y la cosa emitió un zumbido, una nota profunda y una especie de latido. Pero no pareció satisfacer al señor Coglan.
-Espere un minuto –observó, de improviso, y ajustó otra vez el objeto valiéndose de un nuevo movimiento giratorio y de otro ligero apretón-. Así está mejor –aseguró.
La nota ahora se hizo más profunda, pero no todavía lo suficiente para complacer al señor Coglan. Hizo girar la tapa un poco más, hasta que la nota se hizo demasiado profunda para ser oída, y entonces asintió.
Reinó el silencio durante un segundo.
-¿Billetes grandes, señor? –exclamó, de pronto, el señor LaFarge-. ¿O pequeños? –se puso en pie de un salto y agitó la mano desesperadamente llamando la atención de uno de los cajeros-. ¡Doscientos cincuenta mil dólares! ¡Eh, usted, Tom Fairleight! Dese prisa. ¿Qué? No, no me importa de donde los saque. Vaya a la caja fuerte en caso de que no haya bastante en la ventanilla de caja. ¡Pero traiga doscientos cincuenta mil dólares ahora mismo!
Se derrumbó sobre el asiento, jadeante:
-¡Lo siento realmente, señor! –se disculpó ante Coglan-. ¡Vaya empleados que nos echamos en cara actualmente! Casi desearía que volvieran los viejos tiempos, se lo aseguro...
-Acaso vuelvan, amigo, acaso vuelvan –respondió Coglan, riendo entre dientes-: Y, ahora, silencio –ordenó, no desabridamente.
Esperó tabaleando sobre la superficie de la mesa, tarareando para sí, al mismo tiempo que contemplaba fijamente la desnuda pared. Ignoró por completo al señor LaFarge hasta que Tom Fairleight y otro contable se presentaron con cuatro talegos de lona, llenos de billetes, que comenzaron a vaciar sobre la mesa para proceder a su recuento.
-No, no se molesten –insinuó el señor Coglan, con los chispeantes ojillos negros del mejor humor imaginable-. Confío en ustedes –recogió los saquillos, saludó cortésmente al señor LaFarge y abandonó el Banco.
Diez segundos después, el señor LaFarge repentinamente movió la cabeza, se frotó los ojos y contempló fijamente a los dos contables.
-¿Qué...?
-Acaba de darle a ese señor un cuarto de millón de dólares –manifestó Tom Fairleight-. Me los ha hecho sacar de la caja fuerte.
-¿He hecho yo eso?
-Sí, señor.
Se miraron en silencio durante unos instantes.
El señor LaFarge dijo finalmente:
-Hacía mucho tiempo que no teníamos nada como eso por el Recodo de Pung.
¿Qué cómo sé yo esto? ¡Vaya, porque también está en un libro! Presupuesto federal y cómo hice el balance: Un estudio de la dinámica del superávit, por el ministro de Hacienda (retirado) Wilbur Otis LaFarge. Casi todas las cosas se encuentran siempre en un libro u otro, todo es cuestión de saber dónde hay que buscarlas. Esto es algo que vosotros, los jóvenes, tenéis que aprender.
De todos modos, el señor LaFarge, que en aquella época era vicepresidente adjunto, nada más, saludó al viejo Coglan efusivamente. Era su forma de ser.
-¡Buenos días, señor! –dijo-. Buenos días. ¿En qué podemos servirle, señor?
-Ya lo encontraremos, descuide –prometió Coglan.
-¡Naturalmente, señor, naturalmente! –el señor LaFarge se frotó las manos- ¿Desea abrir una cuenta corriente, señor? Ciertamente. ¿Una libreta de ahorros? ¿Alquilar una caja de seguridad? ¡Seguro! ¿Es miembro del Club Navidad, supongo? ¿Le interesa un préstamo a corto plazo para adquirir un automóvil? ¿O prefiere efectuar alguna clase de inversión en bienes muebles con el fin de consolidar deudas y reducir...?
-No tengo deudas –respondió Coglan-. Oiga, ¿cuál es su nombre?
-LaFarge, señor Wilbur Otis LaFarge. Pero llámeme Will.
-Mire, Willie. Estas son mis referencias crediticias –y depositó un sobre de papel Manila sobre la mesa, frente al señor LaFarge.
El banquero examinó los papeles y frunció el ceño. Recogió uno de ellos.
-¿Una carta de crédito? –manifestó con algo de sorpresa en su voz-. Hace mucho tiempo que no veía una carta de crédito por aquí. Extendida en Danbury, Connecticut, ¿eh? –movió la cabeza con aire enfurruñado-. Todos los documentos están extendidos fuera de aquí, ¿no es eso?
-Es que yo no soy de aquí.
-Ya lo veo –LaFarge suspiró, añadiendo al cabo de un segundo –Bien, señor, no sé, no sé. En fin, ¿qué es lo que desea realmente?
-Lo que deseo es un cuarto de millón de dólares en metálico, Willie. Y lo más rápidamente posible. ¿De acuerdo?
El señor LaFarge pestañeó asombrado.
Ustedes no le conocieron, claro. Es anterior a su tiempo. No pueden imaginar fácilmente lo que una petición semejante podía causarle.
Cuando he dicho que pestañeó, quiero decir, hombre, que pestañeó. Volvió a pestañear y esto pareció calmarle algo. Por un momento, las venas de su frente parecieron querer estallarle; por un momento su boca se abrió como si fuera a decir algo. Pero la boca se cerró sin emitir palabra y las venas volvieron a la normalidad de siempre.
Porque, para que lo comprendan mejor, el viejo Coglan sacó de su bolsillo el objeto plateado y escarlata. Centelleó. Imprimió un movimiento giratorio al disco, seguido por un ligero apretón, y la cosa emitió un zumbido, una nota profunda y una especie de latido. Pero no pareció satisfacer al señor Coglan.
-Espere un minuto –observó, de improviso, y ajustó otra vez el objeto valiéndose de un nuevo movimiento giratorio y de otro ligero apretón-. Así está mejor –aseguró.
La nota ahora se hizo más profunda, pero no todavía lo suficiente para complacer al señor Coglan. Hizo girar la tapa un poco más, hasta que la nota se hizo demasiado profunda para ser oída, y entonces asintió.
Reinó el silencio durante un segundo.
-¿Billetes grandes, señor? –exclamó, de pronto, el señor LaFarge-. ¿O pequeños? –se puso en pie de un salto y agitó la mano desesperadamente llamando la atención de uno de los cajeros-. ¡Doscientos cincuenta mil dólares! ¡Eh, usted, Tom Fairleight! Dese prisa. ¿Qué? No, no me importa de donde los saque. Vaya a la caja fuerte en caso de que no haya bastante en la ventanilla de caja. ¡Pero traiga doscientos cincuenta mil dólares ahora mismo!
Se derrumbó sobre el asiento, jadeante:
-¡Lo siento realmente, señor! –se disculpó ante Coglan-. ¡Vaya empleados que nos echamos en cara actualmente! Casi desearía que volvieran los viejos tiempos, se lo aseguro...
-Acaso vuelvan, amigo, acaso vuelvan –respondió Coglan, riendo entre dientes-: Y, ahora, silencio –ordenó, no desabridamente.
Esperó tabaleando sobre la superficie de la mesa, tarareando para sí, al mismo tiempo que contemplaba fijamente la desnuda pared. Ignoró por completo al señor LaFarge hasta que Tom Fairleight y otro contable se presentaron con cuatro talegos de lona, llenos de billetes, que comenzaron a vaciar sobre la mesa para proceder a su recuento.
-No, no se molesten –insinuó el señor Coglan, con los chispeantes ojillos negros del mejor humor imaginable-. Confío en ustedes –recogió los saquillos, saludó cortésmente al señor LaFarge y abandonó el Banco.
Diez segundos después, el señor LaFarge repentinamente movió la cabeza, se frotó los ojos y contempló fijamente a los dos contables.
-¿Qué...?
-Acaba de darle a ese señor un cuarto de millón de dólares –manifestó Tom Fairleight-. Me los ha hecho sacar de la caja fuerte.
-¿He hecho yo eso?
-Sí, señor.
Se miraron en silencio durante unos instantes.
El señor LaFarge dijo finalmente:
-Hacía mucho tiempo que no teníamos nada como eso por el Recodo de Pung.
4 comentaris:
Esto es TODO un descubrimiento!!!!!
JPO; esto es una pasad!!!!!!!!.
BESITOS
Entre los dos cuentos, serán doce entregas.
La ironía de F. Pohl es proverbial, pero en estos dos, yo lo pasé bomba.
las dos entregas de tu relato, son muy divertidas, el tiempo se detuvo mientras leia tus relatos.
Un beso te quiere, Mari
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